El verano de 2025 ha dejado una huella imborrable en España. En apenas unas semanas, olas de calor históricas y prolongadas han convertido amplias zonas del país en un polvorín. Más de 25.000 hectáreas ardieron solo en la segunda semana de agosto, con especial incidencia en Galicia y Castilla y León. Lejos de ser episodios aislados, estos incendios representan la nueva normalidad en un país cada vez más vulnerable a los efectos del cambio climático.
Los expertos coinciden en que la crisis climática no es la única causa, pero sí un acelerador decisivo. Las altas temperaturas, las sequías prolongadas y las tormentas secas crean las condiciones perfectas para que el fuego se propague de forma descontrolada. Según el último informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC), el calentamiento global ha multiplicado la frecuencia y la intensidad de olas de calor y sequías simultáneas en todo el planeta. España, con su clima mediterráneo y su creciente masa forestal, se encuentra en el epicentro de este fenómeno.
A esta ecuación se suma un factor humano que agrava el problema: más del 80 % de los incendios en España se originan por acción directa de las personas, ya sea por negligencia o intencionalidad. El resultado es devastador: fuegos cada vez más grandes, más rápidos y mucho más difíciles de extinguir. Los llamados “incendios de sexta generación” representan un desafío inédito: columnas de fuego capaces de crear focos secundarios a kilómetros de distancia, un comportamiento tan extremo que desborda la capacidad de los equipos de extinción.
El caso del incendio que arrasó Las Médulas, Patrimonio de la Humanidad en El Bierzo, ilustra la gravedad de esta situación. Con vientos de hasta 50 km/h y temperaturas extremas, el fuego avanzó de forma ingobernable, obligando a evacuar a cientos de personas y destruyendo bosques centenarios e infraestructuras culturales. Más allá de las pérdidas materiales, se trata de un golpe irreparable al patrimonio natural y cultural de nuestro país.
Pero el problema no se limita a las llamas. Cada incendio libera enormes cantidades de gases de efecto invernadero, alimentando un círculo vicioso: más fuegos generan más emisiones, lo que acelera aún más el cambio climático y aumenta el riesgo de futuros incendios. En 2025, España ya se sitúa entre los peores años de emisiones procedentes de incendios en las últimas dos décadas, según datos del servicio europeo Copernicus.
La magnitud del reto exige un cambio de estrategia. El modelo basado únicamente en la extinción ha mostrado su fragilidad. Es necesario apostar por la prevención y la gestión del paisaje: restaurar bosques degradados, promover paisajes en mosaico que actúen como cortafuegos naturales, recuperar actividades rurales como el pastoreo o la agricultura sostenible y profesionalizar aún más los servicios de extinción. La prevención social también juega un papel clave: muchos incendios se originan en conflictos rurales o prácticas agrícolas mal gestionadas, por lo que trabajar con las comunidades es fundamental.
Estamos ante una nueva realidad climática en la que no existe el riesgo cero. Algunas zonas arderán tarde o temprano, pero el objetivo debe ser minimizar el impacto sobre las personas, los ecosistemas y el patrimonio. España vive hoy la “España más verde del último siglo”, con más superficie forestal que nunca, pero también con más combustible disponible para incendios devastadores.
La lección es clara: el fuego ya no es una excepción, sino una amenaza permanente en la era del cambio climático. Afrontarlo exige visión a largo plazo, inversión constante en prevención y un compromiso firme con la adaptación y la mitigación de sus efectos.